Las mejores cosas ocurren por casualidad. Así llegó Teresa a mi vida, tras una serie de hermosas casualidades: un paseo por la playa de Argelés, un encuentro con nuestro querido Lluís Martí Bielsa, a cuyo homenaje acudimos poco después, en el mes de mayo. Y fue allí, en una terraza de la plaza Sant Martí, cuando Carles Vallejo me habló de Teresa Alonso, una niña de Rusia. También acudió al homenaje pero se marchó enseguida. Carles me hizo un pequeño resumen de su vida. Ni que decir tiene que me pareció fascinante, pero lo que no imaginaba era lo que me esperaba después. Teresa quería contar su historia, dejar testimonio de sus vivencias. Incluso, me dijo Carles, ella misma había escrito algunos fragmentos de su vida. Y siguiendo con las casualidades, resultó que Teresa era mi vecina, apenas separaban un par de calles su casa de la mía.
Yo estaba terminando mi última novela y el tiempo me apremiaba, pues debía cumplir los plazos editoriales. Pero el nombre de Teresa Alonso estuvo dando vueltas en mi cabeza durante días. Ese verano, a principios de agosto, tuvimos nuestro primer encuentro. Me recibió en su casa, y sin conocerme, lo primero que hizo fue darme un abrazo, un achuchón, como ella dice. Le encanta abrazar y ser abrazada, dice que es lo mejor de la vida. En el salón, lo primero que me llamó la atención fue la fotografía de su querido Ignacio, el amor de su vida, un amor inmortal después de 80 años. La fotografía estaba a la altura de sus ojos, bien visible, sonriéndole cada vez que pasa por delante con sus pies cansados. Ella me recibió cariñosa pero con mirada curiosa, reticente, una pizca suspicaz. Como si quisiera analizar mi confianza, no en vano iba a entregarme su mayor tesoro: su historia.
Me hizo un resumen de su vida. Era hija de un republicano, empleado de Renfe. Vivían en San Sebastián pero al poco de empezar la Guerra de España, ella, su hermana y su madre tuvieron que ser evacuados a Bilbao, de momento más seguro. Un día su madre la envió con la vecina a comprar carne de caballo a Guernica y presenció el bombardeo de la ciudad desde un otero. Tras ese y otros bombardeos que asolaron Bilbao, su madre decidió embarcarla en uno de aquellos barcos que evacuaban niños hacia diferentes países. A Teresa la enviaron a la URSS. En Santurce embarcó en el Habana y al llegar a Burdeos, cambiaron al Sontay, un carguero de carbón en el que tuvieron que viajar escondidos en las bodegas. Allí se produjo el flechazo con Ignacio, conoció a Vicenta, Blanca, Juanita… Nombres que la han acompañado durante toda su vida y que para mí ya son como de mi propia familia. Hoy, más de un año después, les conozco tan bien que podría incluso describirles tanto física como emocionalmente.
Llegaron a Leningrado y les distribuyeron a las diferentes casas de niños. A ella la mandaron a Kiev, donde permaneció 3 años educándose y estudiando. Siempre recuerda aquella etapa con mucho cariño. Aunque fue en esos años cuando recibieron la noticia de la derrota de la República en la guerra. Al cumplir 15 años, fue enviada a Leningrado, a una casa de jóvenes españoles para seguir formándose. Pero estalló la guerra. Otra vez la guerra. Los jóvenes se dispersaron y la casa cerró, o quedó abandonada. Teresa tenía 16 años y se vio sola en pleno cerco de Leningrado. Siguió trabajando en la fábrica, mientras apagaba bombas incendiarias, cuidaba enfermos y recogía cadáveres de las viviendas. Hasta que pudo salir de la ciudad a través del lago Ladoga. Una noche entera de viaje en camión por una carretera de hielo. Y después, 50 días en tren hasta el Cáucaso. Tuvieron que atravesar el macizo a pie, pues lo alemanes se acercaban. En Georgia, trabajó en una fábrica de seda, pero sufrió un intento de violación y huyó. Los Keropián, una familia de zapateros de origen armenio la acogieron. Fue su familia durante 3 años. Hasta que acabó la guerra y quiso buscar a Ignacio. Su siguiente destino sería Moscú. Allí se enteró de la muerte de Ignacio y enloqueció. Se casó y tuvo una hija. En 1956, cuando Franco autorizó la repatriación de aquellos niños que tuvieron que huir, Teresa decidió volver a España con su hija. El recuerdo de sus padres pudo más que ella. Quería reencontrase con ellos.
La vuelta no fue lo idílica que ella hubiera deseado. La pobreza, el rechazo social y familiar, la policía, los interrogatorios (en Barcelona y en Madrid, por parte de la CIA) le hicieron la vida imposible. Pero Teresa tenía una hija que mantener. Y seamos sinceros, para una mujer que había pasado dos guerras y todo tipo de calamidades inimaginables, eso no le iba a frenar. Peleó, trabajó, vivió bajo una escalera, aguantó insultos y desprecios. Y todo ello, con una lesión en la espalda producida por la onda expansiva de un obús durante el cerco de Leningrado. Y salió adelante. Consiguió trabajo, casa y educación para su hija. Y volvió a encontrar el amor. Un amor maduro, sosegado, que la hizo feliz, más de lo que ella hubiera imaginado. Aunque la sombra del alzhéimer acabase con aquella felicidad pocos años después.
A partir de ahí, Teresa se volcó en ayudar. Creo que lleva impreso en su ADN el servicio a los demás, ayudar, mejorar la vida de los que están a su alrededor. Miembro de la Associació d’Expresos Polítics del Franquisme, de CC.OO, de la Escuela de la Dona, ha viajado durante años a las jornadas de Santa Cruz de Moya y Caudé. Ese es su orgullo, y siempre me recuerda que tengo que contar toda esa parte también en mi novela.
Durante casi un año, Teresa ha desempolvado su vida. De sus viejas carpetas y cajas han salido fotografías, documentos, apuntes y recuerdos. Hemos reído, hemos llorado juntas. Cada vez que iba a su casa tenía algún regalo, nunca me iba con las manos vacías: caramelos, pastelitos, dulces, bufandas tejidas por ella… Su generosidad no tiene límites. Llegó la pandemia y se interrumpieron nuestras charlas. El miedo nos invadió a todos en aquellos días, y aún lo tenemos metido en el cuerpo. Pero Teresa lo vive con estoicismo y paciencia. A veces la imagino viendo la tele con una sonrisa irónica pensando en la fragilidad de la sociedad actual. Y pienso en aquella frase que decían nuestros abuelos: ¡Tendríais que haber pasado una guerra! Ahora, después de conocerla, esa frase cobra más sentido que nunca.
Tengo más de cien horas grabadas de conversaciones con ella, libros, artículos, entrevistas, documentos, fotografías. Material más que suficiente para escribir cuatro libros. Un regalo de valor incalculable, además del inmenso honor de contar sus vivencias, y que las generaciones actuales y venideras puedan conocer una parte de nuestra historia que ha permanecido oculta. Pero todo esto es secundario. Lo que de verdad me llevo, lo más precioso para mí es su amistad. Saber que he encontrado una amiga, una compañera que me ha permitido recorrer con ella un tramo de este viaje que es la vida. Un corazón de guerrera, de luchadora, un alma condenada a vivir y sobrevivir para dejarnos a todos este imperecedero legado. Una mujer de acero y paz.
Celia Santos es autora de las novelas: La maleta de Ana y Más rápida que la vida. Y de los cuentos ilustrados: El faro de los corazones extraviados e Indy, una moto de cuento.