Article del darrer Catalunya Resistent, 112. Us animem a llegir el butlletí sencer, ple de memòria i valors democràtics.
Juan Albarrán
La película documental El silencio de otros (Almudena Carracedo y Robert Bahar, 2018) da cuenta de la lucha por la dignidad de los represaliados durante la dictadura del general Francisco Franco. En el filme, el militante antifranquista José María Chato Galante pasea por su calle –General Yagüe, en Madrid– mientras explica a cámara que en esa misma calle vive también Antonio González Pacheco, Billy el niño, que le torturó tras ser detenido en varias ocasiones entre 1969 y 1973: “estoy obligado a convivir a escasos metros de donde vivo con la misma persona que me torturó […]. Es un personaje intocable, pero creo que hemos encontrado la forma de llevarlo ante la justicia”. Chato Galante, como otras muchas víctimas –torturados, familiares de fusilados, madres de niños robados–, tuvo que recurrir a la justicia argentina para buscar la reparación que nunca podría haber encontrado en España. La película nos muestra cómo, desde 2010, la Querella argentina contra los crímenes del franquismo fue ganando apoyos a lo largo y ancho de la geografía española. La jueza María Romilda Servini inició su investigación bajo el presupuesto de que los crímenes de lesa humanidad no prescriben ni pueden quedar impunes al amparo de leyes de amnistía. En uno de sus viajes para declarar ante la jueza, los denunciantes españoles visitaron un antiguo centro secreto de detención de la última dictadura argentina convertido en sitio de memoria. En El silencio de otros, Chato Galante afirma: “Con eso se nos caen los lagrimones. Ver un colegio… [visitando un centro de detención] ¿cuándo veremos nosotros un colegio entrando en la Dirección General de Seguridad [situada en la Real Casa de Correos, actual sede del Gobierno de la Comunidad de Madrid] diciendo, mira, aquí torturaban al Chato?”. Por desgracia, Galante no pudo conocer un sitio de memoria, ni tan siquiera una placa conmemorativa, en el edifico de la madrileña Puerta del Sol. Como su torturador Billy el niño, falleció en la primavera de 2020 a causa de la Covid-19.
En mayo de 2017, pocos días después de que el Congreso de los Diputados español votase a favor de exhumar los restos del dictador del Valle de los Caídos –con la abstención del Partido Popular–, Antonio Muñoz Molina escribía en El País: “Inevitablemente, viniendo de España, uno visita el Museo do Aljube [Lisboa] con bastante envidia, con desasosiego. Nosotros no tenemos verdaderos santuarios civiles porque seguimos sin alcanzar la clase de acuerdo básico de conmemoración y convivencia que se celebra en ellos”. En efecto, todavía hoy, parece difícil poder alcanzar los consensos en torno a la memoria de la Guerra Civil y el franquismo que permitirían construir un relato compartido acerca de las violencias del pasado reciente y levantar los espacios que reclamaba Galante o envidiaba Muñoz Molina, ya sea en Madrid o Barcelona, tal y como persigue el Llamamiento internacional para convertir la Jefatura Superior de Policía de Vía Layetana 43 en Centro de Memoria.
Las transiciones de Argentina y Portugal, al igual que la española, forman parte de lo que Samuel Huntington interpretó como una “tercera ola de democratizaciones”, que habría arrancado en 1974 con la Revolución de los Claveles. Sin embargo, la relación de esas democracias con sus respectivos pasados dictatoriales y con las memorias de la represión parece muy diferente. A ese respecto, las sociedades argentina y portuguesa se han demostrado más maduras que la española. La mera existencia de centros como Museo do Aljube en Lisboa o el Museo Sitio de Memoria ESMA (Escuela de Mecánica de la Armada) en Buenos Aires nos obligan a preguntarnos por qué la resignificación crítica de antiguos centros de tortura no es posible en el contexto español.
Las respuestas a esta pregunta son complejas. Los diferentes modelos de transición, la condena social del pasado represivo, la existencia (o no, como en el caso español) de procesos judiciales a sus responsables o la fortaleza de la sociedad civil, entre otros muchos factores, pueden ayudar a comprender por qué en el Estado español parece imposible, a día de hoy, abrir lugares de memoria como los que existen en Argentina o Portugal. Otro posible factor explicativo, que sugiero aquí como una hipótesis de trabajo, tendría que ver con la persistencia de la tortura (especialmente, aunque no solo, en la lucha contra el terrorismo) en plena democracia. La clase política que comandó la transición, en la que habían encontrado acomodo un buen puñado de franquistas, trató de levantar en poco tiempo la imagen de una democracia ilusionante con la que dar carpetazo al pasado dictatorial. En esa nueva etapa política no tenía cabida la tortura, práctica consustancial al franquismo, contra la que se había movilizado la oposición al régimen. Sobre el papel, las democracias no torturan y, ciertamente, tras las elecciones de junio de 1977, el Gobierno y varios grupos parlamentarios realizaron un esfuerzo honesto por levantar un marco legislativo que la erradicase. Pronto, los informes de Amnistían Internacional demostraron lo infructuoso de esos intentos. Las sucesivas legislaciones antiterroristas generaban espacios de indefensión en los que la tortura iba a enquistarse como práctica punitiva. Desde entonces y hasta la actualidad, varias organizaciones no gubernamentales, organismos nacionales e internacionales dedicados a la prevención y lucha contra la tortura, y asociaciones dedicadas a la defensa de los derechos humanos han denunciado en repetidas ocasiones abusos cometidos por funcionarios españoles, así como la falta de diligencia por parte de tribunales y administraciones a la hora de investigar las denuncias presentadas por las víctimas.
La tortura y otras violencias institucionales señalan una inquietante continuidad entre dictadura y democracia. La sociedad española necesita tomar consciencia de las atrocidades cometidas bajo el franquismo para entender que solo desde la condena absoluta de toda vulneración de los derechos humanos puede prevenirse su pervivencia en el presente. Es necesario mirar a los ojos a aquellos que sufrieron tortura y, a menudo, perdieron la vida luchando por una sociedad mejor. En el sótano de la ESMA se expone un conjunto de retratos tomados por Víctor Basterra, preso en la escuela entre agosto de 1979 y diciembre de 1983. La mayoría de los retratados habían sido torturados en ese mismo edificio y fueron desaparecidos poco después de la toma de la imagen. También en el Museu do Aljube puede verse una alusión directa a los métodos de tortura habituales durante la dictadura de Salazar (la estatua y el sueño, practicados en el mismo edificio que hoy ocupa el museo) y una galería de retratos de presos políticos que la sufrieron. En España necesitamos espacios institucionales que den a ver ese pasado, que muestren que la aniquilación de todo enemigo político fue una realidad consustancial al régimen. Solo desde una memoria crítica que desencadene una toma de conciencia y un rechazo informado de ese pasado represivo podría construirse un sistema democrático en que la tortura no sea si quiera concebible.